Aralar (Día 1)

Los días 29, 30 y 31 de octubre, aprovechando el puente de finales de mes y el buen tiempo que hacía, realicé una pequeña excursión a Aralar. Estas son las vivencias y anécdotas de aquellos tres magníficos días.

Aralar, sábado 29 de octubre. Día 1

 

La sonrisa de un idiota

Cojo el tren hasta Alegia, y de allí, autostop hasta Amezketa. Cruzo el pueblo en dirección a la iglesia de San Bartolomé, que es por donde asciende la carretera para subir a Aralar. Son las 10 de la mañana, y a pesar de que el invierno está a la vuelta de la esquina, hace un día soleado y no hay rastros de nubes en el cielo. Cualquiera diría que estamos en julio. Paso por un colegio donde los niños están jugando un partido de balonmano. Los padres charlan despreocupadamente mientras, de tanto en tanto, animan a sus hijos. En el frontón de al lado, se escucha el golpeteo de la pelota de cuero contra la piedra. Al llegar a la iglesia, me detengo un momento para mirar el mapa. Un aitona muy simpático, al verme con la mochila cargada, se levanta del banco que está a la sombra de la iglesia y se me aproxima. Se acerca lentamente,  dando pasos cortos, ayudándose de un bastón que sostiene en su mano derecha. -Mendira oa? (¿Vas al monte?) -Me dice. Charlamos durante un rato.

Le cuento mi plan de ruta, que pretendo subir por minas y dormir en Igaratza. Y luego, lo que surja. Resulta que él es nacido de Amezketa, y como lleva toda la vida viviendo allí, conoce Aralar como la palma de su mano. Me empieza a recomendar todos los sitios bonitos que debería visitar: Hirumugarrieta, Txindoki, Las Malloas… La mayoría las conozco, pero de vez en cuando escucho nombres que no he oído en mi vida. Le doy el mapa para que me los señale, pero su vista no le permite distinguir bien los trazados. Aún y todo, me explica cómo puedo llegar a esos destinos desde Igaratza, el lugar donde convergen todos los caminos de Aralar. Me lo explica de memoria, con desenvoltura, como quien describe la cocina de su casa. Trato de seguir mentalmente los recorridos que me indica. Algunas las memorizo, otras, me pierdo al primer cruce, y cuando me pregunta si lo he entendido, asiento con una sonrisa no muy convincente. Hablamos un rato más, hasta que finalmente nos despedimos y retomo la marcha.

Junto a la iglesia de San Bartolomé, una carretera asfaltada asciende al barrio de Altunegi.  En el camino paso por varios caseríos, y los animales se detienen a mirarme cada vez que paso cerca de ellos. No se acercan, pero tampoco se alejan. En sus caras se percibe la curiosidad. Cruzo los caseríos y asciendo durante un rato por una empinada pista de hormigón, hasta llegar al puente de Berazeaga. Tras cruzar la pequeña superficie de madera, un grupo de hayedos que se erigen junto al camino me dan la bienvenida. Son hermosos; altos y orgullosos, cubren el cielo formando un techo  de color rojizo. También diviso pinos y algún que otro avellano. Entre los huecos de las hojas, los haces de luz se filtran tejiendo hilos luminosos en el camino. Avanzo despacio, sin prisa, contemplando el paisaje a mí alrededor. El viento silba, haciendo que las ramas se mezan. Las hojas caen dibujando movimientos circulares en el aire, como en un baile. Al terminar la canción, las hojas se posan en el suelo con delicadeza, formando un manto de colores que indica el camino. Es un paisaje espectacular.

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Finalmente dejo atrás el pequeño bosque, y asciendo en zigzag por un camino cada vez más escarpado. A mí derecha, comienzan a vislumbrarse las características cascadas y pozas de Bizutsako Saltoa. Tras caminar un rato, encuentro una poza con abundante agua y de fácil acceso. Una sonrisa asoma a mis labios. No lo puedo evitar, la subida de minas me trae muchos recuerdos. De pequeño, siempre que iba a Aralar, daba la tabarra a mis padres para que nos bañásemos en estas pozas. Decido hacer una parada. Dejo la mochila apoyada en una roca, y desciendo rápidamente hacia la charca por la empinada explanada. Soy como un niño con un juguete nuevo.

Me trastabillo varias veces por bajar corriendo, y decido que es mejor ir despacio y llegar vivo que romperme el cuello en el intento. Finalmente llego a la altura de la poza, sano y salvo, y empapado en sudor. Hace un día caluroso, la mochila pesa, y ya no tengo a los hayedos para que me protejan del sol. Comienzo a desatarme los cordones de las botas. Primero me quito una, y luego la otra. Repito la misma operación con los calcetines. El placer que siento al quitarme el calzado es indescriptible. No sabría explicarlo, los que hayáis andando en el monte lo entenderéis. Es una sensación maravillosa. Los pies no están hechos para estar encerrados. Me quito también la camiseta, y poco a poco, me voy desvistiendo, hasta quedarme en calzoncillos. Me dispongo a sumergirme en el agua cuando, al meter el pie derecho, un frío glacial me recorre todo el cuerpo, como un escalofrío. El agua está helada. Helada de cojones. En ese momento es cuando me doy cuenta de la tontería que acabo de cometer. Mi cara es un poema. No me queda otra que reírme.

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Pequeña cascada de Bizutsako Saltoa

Veréis, cuando yo me bañaba en estas pozas de pequeño, era verano. Ahora, a pesar del espectacular tiempo que hace, estamos en octubre, y el agua está más fría que el pezón de un esquimal.  De todas maneras, aprovecho para echarme agua en la cara y la cabeza, y me limpio el sudor de la espalda y el pecho. Una vez que me he refrescado, me vuelvo a vestir, me calzo las botas, y asciendo por la explanada en busca de mi mochila. Me echo la mochila a la espalda y retomo el camino, despacio, con la sonrisa en la cara de aquel que acaba de cometer la mayor de las estupideces pero que, como nadie le ha visto, sigue andando como si no hubiera pasado nada.

 

Donde convergen todos los caminos

Llego a las antiguas instalaciones mineras, la ascensión ha concluido. Rodeado de picos y montañas, la sierra de Aralar se muestra con sus largas y sinuosas planicies. He llegado a la majada de Arritzaga: bordas, rediles, fuentes y abrevaderos delatan la actividad pastoril del poblado. Los caballos, ovejas y vacas disfrutan de lo que probablemente sean los últimos días de sol y cielos claros del año. Recordemos que estamos a finales de octubre, este tiempo no es normal. Mi estómago ruge, me recuerda que en las últimas horas tan solo he ingerido líquidos. Haciendo caso de sus demandas, decido descender hasta el riachuelo que discurre junto al camino para comer. Dejo la mochila y saco la bolsa de comida y un cuchillo. Me descalzo y me aproximo al pequeño arroyo.  Una vez sentado junto al agua y con los pies aireándose, me preparo un bocadillo de jamón serrano, con un pan de centeno de estos grandes y redondos que aguantan perfectamente el paso de los días, no como otros panes  que se ponen duros como una piedra. Engullo el bocadillo en cuestión de pocos minutos. A continuación me como una manzana, y después me deleito con un poco de chocolate.

 

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Una vez que tengo el estómago lleno, me aproximo a una piedra grande y me tumbo sobre la parte de la hierba que está en sombra, con los brazos entrecruzados sobre mi cabeza a modo de almohada. Me relajo, cierro los ojos… y escucho. Escucho el breve murmullo del agua que fluye por el arroyo, el tintineo de las campanillas de los animales que pastan, el silbido del viento que recorre a gran velocidad los verdes prados y que hace que las plantas y hierbajos del suelo se zarandeen. Escucho a Aralar en toda su inmensidad y esplendor, y me siento pequeño y feliz. Caigo en un agradable sueño.

Para cuando despierto, el sol ya está lejos de su cenit y ha comenzado el largo y lento ritual de descenso. Dentro de unas horas, se esconderá tras las montañas y se irá a dormir. Al igual que la resplandeciente luz que bañaba los prados, el calor tórrido ha desaparecido. De hecho hace un poco de fresco, así que me pongo el jersey, me calzo las botas, y comienzo a meter las cosas en la mochila. Es hora de levantar campamento. Una vez recogido todo, y con la mochila en la espalda, reinicio la marcha rumbo a lo que va a ser mi lugar de pernoctación, Igaratza: el lugar donde convergen todos los caminos.

El camino no tiene pérdida, el propio valle nos lleva en la dirección exacta, ascendiendo poco a poco hasta llegar a las praderas de Igaratza. De todas maneras, de vez en cuando encuentras señalizaciones que te indican la dirección y el tiempo que te queda hasta tu destino. Lo bueno de Aralar es que los caminos casi siempre están bien indicados y es fácil orientarse. No tienes que comerte mucho el coco. Ahora, como haya niebla, ojo cuidado. No hay mayor peligro que andar con niebla por Aralar. Si alguna vez te sucede que la niebla sube hasta donde estás (y aviso que suele suceder muchas veces) y no ves ni lo que tienes a dos metros frente a ti, párate. Es lo mejor que puedes hacer, quédate quieto, y espera a que se disipe. En caso de que te pongas a caminar con semejante niebla, lo más leve que te puede pasar es que te pierdas. Y si estás subiendo un pico…

Volviendo al tema, antes de llegar a Igaratza, recorrí un precioso camino de largas y verdes praderas, en donde pasé por bordas, por un aprisco donde un pastor contaba, de una en una, las ovejas de su redil, por vacadas, también por una caballada… Me detenía de vez en cuando a fotografiar a los animales, hasta que, tras poco más de hora y media de caminata, llegué a Igaratza.

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Igaratza

Cito unas palabras del cuadernillo de montaña que utilicé en Aralar, creado por Miguel Angulo e Iñaki Alcalde.

«Igaratza es un lugar emblemático desde la prehistoria hasta nuestros días. Ante un paisaje impresionante, los primeros moradores de la sierra utilizaron este paraje como lugar de enterramiento para sus seres queridos, hallándose en los alrededores varios dólmenes y túmulos; posteriormente, los pastores de Aralar lo emplearon como espacio para celebrar su feria anual (de ahí el topónimo de perileku); y en la actualidad, son los montañeros y excursionistas quienes más frecuentan esta zona ya que es un importante cruce de caminos cerca de las cumbres más elevadas de Aralar.»

Una vez allí, escojo la pradera que está detrás del refugio para pasar la noche. Desde ese alto, las vistas son impresionantes. Monto la tienda de campaña, me pongo la chamarra, y me preparo la cena en el camping gas: unos espaguetis a la carbonara de sobre, de estos precocinados. Mientras espero a que se hagan, el sol va finalizando su descenso, escondiéndose poco a poco tras las montañas. Con sus últimas pinceladas de luz, dibuja un paisaje espectacular, hasta que, finalmente, desaparece.

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Fotografía tomada desde Igaratza

Mientras me como los espaguetis (buenísimos por cierto) con la ayuda de mi linterna frontal, y ya dentro del saco, las primeras estrellas comienzan a aparecer en el firmamento. Asoman tímidas, pero poco a poco, una a una, van completando el puzzle en el cielo. Decido coger la esterilla y ponerla en horizontal de cara a la entrada de la tienda, de modo que pueda tener las piernas y el torso dentro de la tienda, y los hombros y la cabeza fuera, al aire libre. Una hora después, el cielo es un manto de luz brillante, y la luna, la más grande y deslumbrante de todas, observa desde arriba el mundo que tiene a sus pies. Un impactante cielo estrellado se erige sobre mí, y yo, expectante de tal maravilla, vuelvo a sentirme infinitamente pequeño. Vuelvo a sentirme infinitamente feliz.

2 comentarios en “Aralar (Día 1)

  1. Bonito relato y ademas bien narrado pero he echado de menos un poco de abentura, algún acontecimiento inesperado… !Aunque ya sé que no es una novela por capítulos! Enfin, zorionak eta quedamos a la esperanza del siguiente capítulo.

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